Nuestro Padre Jesús del Gran Poder

El final de la Edad Media significó la irrupción de un movimiento sociocultural de enorme importancia: el Renacimiento. El ansia de conocimiento dio alas a científicos y artistas, que conciben al hombre como centro del universo y fin absoluto de la creación. Sin embargo, esta concepción perfecta del ser humano estaba llamada a desaparecer: el pesimismo se instaló en una sociedad que padeció guerras y hambrunas, y en la Iglesia Católica tuvo lugar el cisma promovido por Lutero. El arte también se hizo eco de estas convulsiones y abandonó la idea del antropocentrismo para colocar, de nuevo, a Dios como centro de todo. Surge aquí el Barroco como corriente que rechaza el perfeccionismo del individuo y busca reflejar la realidad regocijándose en sus detalles, incluso los más escabrosos.

La representación plástica de la doctrina cristiana es coetánea a su nacimiento y expansión, si bien fue a partir del siglo XVI y el Concilio de Trento, precisamente como respuesta al cisma luterano, cuando la Iglesia Católica potenció un estilo de arte escultórico muy especial. Orientada a fomentar la identificación con los fieles, la denominada “imaginería” del Barroco es una especialidad de la escultura religiosa plagada de realismo y expresividad. Los artistas de la época se deleitan en el estudio de la anatomía y muchos talleres se asemejan a quirófanos.

Somos seres espirituales que experimentan emociones y justifican racionalmente sus decisiones. Nuestra esencia reside en el alma y nuestra sensibilidad se hace patente a través de las emociones, respuesta natural a los estímulos que percibimos del exterior. La escultura religiosa del Barroco es un homenaje a lo cotidiano de la divinidad. La talla barroca nutre la fe del más humilde integrante del último de los estamentos sociales. ¿Cómo no amar a los que, revestidos de santidad, descienden al nivel de los mortales? Se muestra el desconsuelo, la tentación, el martirio y el gozo desde un punto de vista terrenal. El músculo que se tensa a causa del esfuerzo, los ojos que se desorbitan por el temor, la lágrima que nace de la tristeza y la aflicción… todo ello es manifestación de la humanidad más desgarrada.

La imaginería se desarrolló extraordinariamente en países tradicionalmente católicos como Italia y España, desde donde se extendió a muchas zonas de Iberoamérica. En Italia, el mármol se rebela contra su intrínseca frialdad. Gian Lorenzo Bernini juega con los motivos mitológicos pero halla su culmen en los religiosos. El Papa Pablo V ya exclamó, al visitar el taller del padre del artista: “¡Este niño será el Miguel Ángel de su tiempo!”. Proféticas palabras que se materializaron cuando Bernini, dejando atrás la contención y equilibrio de genios renacentistas como Michelangelo Buenarrotti, esculpió el exquisito “Éxtasis de santa Teresa”. ¿Cómo permanecer impasible al ser testigo del encuentro entre la mística de Ávila y su Amado? El pecho de la santa es atravesado por la flecha del ángel que, cual Cupido celestial, la hiere de Amor Divino. Queda Teresa fundida en un abrazo espiritual con el Amado, y Bernini expone magistralmente esta pasión arrebatada.

Éxtasis de santa Teresa

En España, los retablos y las procesiones de Semana Santa son el magnífico escaparate donde se exhiben estas maravillas que, paradójicamente, hallan la grandeza en su autenticidad. Las tallas de madera policromada no esconden los defectos, sino que, al contrario, los destacan como estrategia para acercarse al pueblo. Dios es hombre, María es mujer y se rodean de una cohorte de santos y mártires desde una perspectiva igualmente realista. El individuo de a pie se reconoce físicamente igual al sujeto de su adoración, y entonces comprende ese pasaje del Génesis donde se afirma que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. Esa visualización sobrecoge y admira al hombre, como semilla y preludio de la creencia en el mensaje sagrado.

Recientemente, se celebró en Sevilla el 400º aniversario de una de las imágenes más hermosas de la Semana Santa: Jesús del Gran Poder. Obra maestra del cordobés Juan de Mesa, discípulo del gran Juan Martínez Montañés, este nazareno pisa las calles de la ciudad durante “la Madrugá”, la noche más intensa de la Semana Santa sevillana. El llanto por la inminencia de muerte y la alegría por la certeza de la resurrección se mezclan en el corazón que contempla a “ese hombre que camina” con su cruz a cuestas camino del Calvario. El de Jesús del Gran Poder es el rostro del Creador donde se plasma un bendito misterio: el sufrimiento de Aquel que todo lo puede. Las aletas de la nariz expandidas, la boca entreabierta en un rictus de agotador esfuerzo, la espalda encorvada y rota. Sus manos destrozadas se aferran a la madera como si de ella pudiera obtener un poco de fuerza. Dios hecho carne, con los huesos quebrados y la sangre de sus venas brotando a través de las heridas infligidas por quienes, al igual que el resto de los seres humanos, hallarían la Salvación gracias al sacrificio del Rey de Reyes.

Nuestro Padre Jesús del Gran Poder

Obra cumbre de este estilo escultórico es el Cristo de la Expiración, conocido popularmente en Sevilla como “El Cachorro”. Tallado por Antonio Ruiz Gijón, representa a Jesús crucificado en el instante previo a su muerte: el pecho henchido, la boca abierta y la mirada al Altísimo en la búsqueda desesperada del último aliento, el Cachorro es el Dios que, mostrando la plenitud de su condición humana, lucha por su vida como garante de la Vida Eterna. Cuenta la leyenda que la imagen del Cachorro es la de un gitano de Triana al que así llamaban, y que fue asesinado por un marido celoso. Ruiz Gijón, testigo del asesinato, plasmó en el rostro de su crucificado la agonía del gitano, legando una talla portentosa a la historia de la imaginería.

Santísimo Cristo de la Expiración, “El Cachorro”

El arte es hermoso sin necesidad de resultar útil, pero en el caso de la escultura religiosa del Barroco, descubrimos el talento al servicio de la religión. Es un uso inteligente de la maestría que no resta un ápice de esplendor a la obra en sí. La Iglesia Católica supo acercarse al pueblo confiando en una estética recargada, limítrofe con el paroxismo, que apelaba a la tristeza y la culpa del espectador. Sabiéndose causa de la Pasión de Cristo, el creyente se embriaga de compasión y anhela compartir el dolor de Jesús.

La sensación de movimiento que caracteriza a la escultura religiosa barroca es tan potente que las imágenes parecen dispuestas a escapar de los retablos y hornacinas de los templos. Observando las imágenes en la penumbra, más de uno habrá creído adivinar un ligero ademán, un furtivo cruce de miradas o un suspiro que rompe el silencio. ¿Acaso un ángel cruzó la estancia fugaz y acarició con sus alas la sudorosa frente del devoto? ¿Tal vez, algún pecador arrepentido fue reconfortado con un etéreo abrazo? El martillo, la gubia y el cincel se convierten en instrumentos guiados por la mano de Dios para revelar a los hombres los enigmas de los cuerpos que albergan las almas. Porque no olvidemos de qué estamos hablando cuando se trata de la escultura religiosa del Barroco: el arte como expresión de la belleza de la fe.

 

Páginas web consultadas para la obtención de imágenes:

 

María Teresa Domínguez Rodríguez

Tota Pulchra: Associazione per la promozione sociale

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